domingo, 21 de octubre de 2012
¿Qué esperar de un(a) rector(a)? Octavio Rodríguez Araujo
El síndrome del poder enfermizo y de la necedad exaltada se presenta a veces en donde uno menos lo espera: en las instituciones de educación superior. Un rector o rectora, al igual que un director o directora que crea conflictos y polarizaciones en un centro educativo a su cargo, no está cumpliendo su papel principal: armonizar y darle cauce académico a la pluralidad existente. El cargo en instituciones de este tipo no es ni debe parecerse al que ocupa un gerente o director de una empresa, y aun en ésta con frecuencia verá acotado su poder unipersonal por un consejo de administración o por la asamblea de accionistas.
Lo anterior no es un problema de democracia o de su contrario. Es más bien un problema de sentido común y de las altas finalidades a que está subordinada una institución educativa, particularmente si es pública, sea o no autónoma. La educación y la investigación deben ser garantizadas en el más amplio sentido de universalidad, es decir, de pluralidad y de respeto a las libertades de cátedra y de investigación. Por lo tanto, el pensamiento único como divisa de la enseñanza y de la selección de temas y objetos de investigación no debe tener cabida en dichas instituciones. Es asunto de partidos (en el sentido amplio del término), y aun en éstos, el dirigente encontrará que habrá tendencias, corrientes y grupos y que, aquí sí, la democracia obliga a respetarlos y a saber negociar entre ellos so pena de polarizar intereses y llevar al partido a su disgregación para terminar liquidándolo.
Cuando un rector o rectora o su equivalente provoca polarización y crisis debe renunciar, independientemente de que su cargo obedezca a las instancias que lo pusieron (consejos universitarios o juntas de gobierno). La ética y la humildad del sabio deben acompañar a un directivo de la academia, y si se deja llevar por lo contrario mal estará cumpliendo su deber. Ya pasaron los tiempos en que la academia se imponía mediante la fuerza.
Cuando un rector o rectora o su equivalente no pueden conciliar a los grupos existentes y a las diversas formas de pensar y actuar connaturales a los medios académicos, tampoco debe permanecer en el cargo, pues habrá demostrado con el apego a éste y no a sus fines más altos, que carece de capacidad para ejercerlo.
Si al aceptar el cargo de rector o rectora o su equivalente pensó que dirigiría un ejército de incondicionales y subordinados a sus concepciones y formas de dirección, simplemente se equivocó y demuestra con ello que no sabe ni entiende que un centro educativo, particularmente de estudios superiores, es por definición pluralidad y conflicto. Este último, que siempre está latente en centros universitarios, debe resolverse cuando se expresa por medios igualmente académicos, es decir, convenientes a la naturaleza y fines de la institución y mediante el uso de la razón que quiere decir diálogo, entendimiento y hasta negociación.
Pablo González Casanova, ese gran rector de la UNAM, renunció para defender la universidad pues sus diferencias con el poder de Luis Echeverría en la Presidencia eran insalvables y nadie en su sano juicio podía ni puede pensar que un rector puede salir airoso ante un poder como el presidencial en México, y menos en aquellos tiempos en que ni siquiera se podía escribir contra el jefe del Ejecutivo. Un buen rector debe tener la sensibilidad suficiente para saber que por encima incluso de su buen proyecto está la preservación de la universidad, de su esencia y de su fortaleza como centro educativo y de investigación. Un paso atrás y dos adelante hacen la diferencia entre perder una batalla y perder la guerra. Francisco Barnés, en cambio, y sólo para poner otro ejemplo emblemático, se aferró a sus convicciones y llevó a la UNAM a una de sus más grandes crisis. Fue de tal tamaño ésta que el mismo que lo impulsó para la rectoría terminó ejerciendo su influencia para que la Junta de Gobierno de la universidad lo quitara (supongo que aceptándole la renuncia). Gracias a esas difíciles decisiones es que la UNAM de ahora ha tenido a dos extraordinarios rectores y goza de cabal salud, la mejor del país en términos académicos y como emblema de la cultura nacional del más alto nivel.
La rectora Orozco de la UACM, para mencionar otro ejemplo en estos momentos, no ha entendido el papel que se le confió. Lejos de tener la pericia y la sensibilidad suficientes exigidas por el cargo, polarizó a la comunidad de esta joven universidad y no ha sabido resolver el conflicto que, si no creó (le damos el privilegio de la duda), sí lo escaló haciéndolo más grande y perjudicando a la universidad en su conjunto. En este caso no es responsabilidad del jefe de Gobierno del Distrito Federal, más allá de haberla apoyado para que fuera rectora, sino de ella. Aferrada al cargo y creyendo que es víctima de intereses contrarios a su persona (pues todo lo toma como personal) se niega a hacer lo que hace menos de dos meses, cuando el conflicto era más que obvio, debió hacer: renunciar y demostrar con ello que por encima de sí misma están los intereses de la universidad que se le entregó.
No es el tema si la puso un consejo universitario o una junta de gobierno, sino lo que ha provocado por aferrarse al cargo desestimando la vigencia y el futuro de la institución. El asunto ni siquiera es legal, aunque pudiera serlo, sino de humildad o de soberbia. La primera es pensar en la institución, aunque ella piense que ha tratado de darle lo mejor y lo conveniente, si fuera el caso. La segunda es pensar que por encima de la pluralidad y la negociación de la crisis está su razón y el principio de autoridad. La autoridad, como lo sabemos todos los científicos, no es autoritarismo, sino el conocimiento que, como en toda ciencia, busca la verdad y nunca da ésta como definitiva e inatacable.
Los académicos conscientes de nuestra insignificancia por más alto que sea el puesto que ocupemos debemos anteponer el bien común al personal. Dejémosles a los empresarios el instinto depredador que los caracteriza, pues lo necesitan para hacerse ricos. Ellos allá, los académicos acá. No confundamos los papeles.
http://www.jornada.unam.mx/2012/10/21/opinion/032a1cap
http://rodriguezaraujo.unam.mx
Lo anterior no es un problema de democracia o de su contrario. Es más bien un problema de sentido común y de las altas finalidades a que está subordinada una institución educativa, particularmente si es pública, sea o no autónoma. La educación y la investigación deben ser garantizadas en el más amplio sentido de universalidad, es decir, de pluralidad y de respeto a las libertades de cátedra y de investigación. Por lo tanto, el pensamiento único como divisa de la enseñanza y de la selección de temas y objetos de investigación no debe tener cabida en dichas instituciones. Es asunto de partidos (en el sentido amplio del término), y aun en éstos, el dirigente encontrará que habrá tendencias, corrientes y grupos y que, aquí sí, la democracia obliga a respetarlos y a saber negociar entre ellos so pena de polarizar intereses y llevar al partido a su disgregación para terminar liquidándolo.
Cuando un rector o rectora o su equivalente provoca polarización y crisis debe renunciar, independientemente de que su cargo obedezca a las instancias que lo pusieron (consejos universitarios o juntas de gobierno). La ética y la humildad del sabio deben acompañar a un directivo de la academia, y si se deja llevar por lo contrario mal estará cumpliendo su deber. Ya pasaron los tiempos en que la academia se imponía mediante la fuerza.
Cuando un rector o rectora o su equivalente no pueden conciliar a los grupos existentes y a las diversas formas de pensar y actuar connaturales a los medios académicos, tampoco debe permanecer en el cargo, pues habrá demostrado con el apego a éste y no a sus fines más altos, que carece de capacidad para ejercerlo.
Si al aceptar el cargo de rector o rectora o su equivalente pensó que dirigiría un ejército de incondicionales y subordinados a sus concepciones y formas de dirección, simplemente se equivocó y demuestra con ello que no sabe ni entiende que un centro educativo, particularmente de estudios superiores, es por definición pluralidad y conflicto. Este último, que siempre está latente en centros universitarios, debe resolverse cuando se expresa por medios igualmente académicos, es decir, convenientes a la naturaleza y fines de la institución y mediante el uso de la razón que quiere decir diálogo, entendimiento y hasta negociación.
Pablo González Casanova, ese gran rector de la UNAM, renunció para defender la universidad pues sus diferencias con el poder de Luis Echeverría en la Presidencia eran insalvables y nadie en su sano juicio podía ni puede pensar que un rector puede salir airoso ante un poder como el presidencial en México, y menos en aquellos tiempos en que ni siquiera se podía escribir contra el jefe del Ejecutivo. Un buen rector debe tener la sensibilidad suficiente para saber que por encima incluso de su buen proyecto está la preservación de la universidad, de su esencia y de su fortaleza como centro educativo y de investigación. Un paso atrás y dos adelante hacen la diferencia entre perder una batalla y perder la guerra. Francisco Barnés, en cambio, y sólo para poner otro ejemplo emblemático, se aferró a sus convicciones y llevó a la UNAM a una de sus más grandes crisis. Fue de tal tamaño ésta que el mismo que lo impulsó para la rectoría terminó ejerciendo su influencia para que la Junta de Gobierno de la universidad lo quitara (supongo que aceptándole la renuncia). Gracias a esas difíciles decisiones es que la UNAM de ahora ha tenido a dos extraordinarios rectores y goza de cabal salud, la mejor del país en términos académicos y como emblema de la cultura nacional del más alto nivel.
La rectora Orozco de la UACM, para mencionar otro ejemplo en estos momentos, no ha entendido el papel que se le confió. Lejos de tener la pericia y la sensibilidad suficientes exigidas por el cargo, polarizó a la comunidad de esta joven universidad y no ha sabido resolver el conflicto que, si no creó (le damos el privilegio de la duda), sí lo escaló haciéndolo más grande y perjudicando a la universidad en su conjunto. En este caso no es responsabilidad del jefe de Gobierno del Distrito Federal, más allá de haberla apoyado para que fuera rectora, sino de ella. Aferrada al cargo y creyendo que es víctima de intereses contrarios a su persona (pues todo lo toma como personal) se niega a hacer lo que hace menos de dos meses, cuando el conflicto era más que obvio, debió hacer: renunciar y demostrar con ello que por encima de sí misma están los intereses de la universidad que se le entregó.
No es el tema si la puso un consejo universitario o una junta de gobierno, sino lo que ha provocado por aferrarse al cargo desestimando la vigencia y el futuro de la institución. El asunto ni siquiera es legal, aunque pudiera serlo, sino de humildad o de soberbia. La primera es pensar en la institución, aunque ella piense que ha tratado de darle lo mejor y lo conveniente, si fuera el caso. La segunda es pensar que por encima de la pluralidad y la negociación de la crisis está su razón y el principio de autoridad. La autoridad, como lo sabemos todos los científicos, no es autoritarismo, sino el conocimiento que, como en toda ciencia, busca la verdad y nunca da ésta como definitiva e inatacable.
Los académicos conscientes de nuestra insignificancia por más alto que sea el puesto que ocupemos debemos anteponer el bien común al personal. Dejémosles a los empresarios el instinto depredador que los caracteriza, pues lo necesitan para hacerse ricos. Ellos allá, los académicos acá. No confundamos los papeles.
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