lunes, 21 de enero de 2013
VIVIR CON HAMBRE: "NADIE DEBE GOZAR DE LO SUPERFLUO MIENTRAS ALGUIEN CAREZCA DE LO ESTRICTO...."
Cada día mueren 23 mexicanos por hambre y desnutrición… casi uno por hora. La comunidad de Guadalupe Victoria, en el municipio de Xochistlahuaca –en la región de la Costa Chica, Guerrero–, es uno de los lugares donde más se padece la desnutrición. Éstas son algunas historias de sus habitantes.
Texto: Martha Martínez / Fotos y Video: Luis Castillo / Video:
Francisco Caballero / Diseño y Programación: Fernando Rétiz
Sobrevivir
con hambre
Fabiola se aferra a las ropas rasgadas de su madre. Tiene
cuatro años de edad, pero aún toma leche materna porque es la única manera que
conoce de paliar el hambre.
Son las seis de la tarde, ya casi anochece en esta
localidad del municipio de Xochistlahuaca, Guerrero, una de las más pobres del
estado y del país y, al igual que sus tres hermanas, aún no ha hecho su primera
comida del día.
El desayuno, que consistió en una taza de café y una
tortilla recalentada en el fogón, fue a las seis de la mañana y, desde
entonces, de vez en cuando se acerca al pecho de su madre para pedirle que la
deje tomar un poco de ese líquido que ya no le aporta nutrientes, pero que le
llena el estómago por un par de horas.
Fabiola es la única que tiene ese “privilegio” por ser la
menor. Susana de 12 años, María Luisa de 10 y Rosalía de 7, sus hermanas,
tratan de distraer el hambre jugando con las cáscaras de cacao que de vez en
cuando recolectan para vender en el mercado del pueblo, o jugando con los
perros que de la nada llegan a su casa: una choza con sólo dos paredes de adobe
carcomido, techo de lámina de cartón y piso de tierra, porque a esta familia no
llegó el programa Piso Firme que tanto presumió el ex presidente Felipe
Calderón.
Lo que el Coneval cataloga como pobreza extrema se
materializa en el pequeño cuerpo de Fabiola: tiene cuatro años de edad pero
parece de dos, su piel está agrietada y reseca, como la de un adulto, no
sobrepasa los 80 centímetros de estatura, cuando debería medir alrededor de 95,
y de su ropa sucia sobresale una panza abultada que su madre atribuye a los
parásitos del agua que aquí se toma de la llave, el único servicio público con
el que cuenta la vivienda.
Inquietas, las menores esperan que termine de prepararse
el caldo de pollo que comerán hoy, un lujo que sólo pueden darse una vez cada
dos meses: cuando llega el apoyo de Oportunidades, y en ocasiones como ésta,
cuando su padre recibe el pago por algún trabajo para el cual es contratado
esporádicamente.
Cuando el caldo está listo ya es de noche. En condiciones
normales comerían a oscuras y a ras del suelo, pero con motivo de las visitas,
encienden una fogata y acercan un par de bancos viejos alrededor del fuego.
La comida servida en los platos de plástico es un líquido
con unos cuantos frijoles blancos –el típico de esta región de la montaña de
Guerrero– que comen con las manos. Los trozos de pollo son muy pequeños porque
para que todos alcanzaran al menos uno Ángela, la madre de las niñas, desmenuzó
las cinco piezas de retazo que compró en el mercado.
Cuando el caldo está listo ya es de noche. En condiciones
normales comerían a oscuras y a ras del suelo, pero con motivo de las visitas,
encienden una fogata y acercan un par de bancos viejos alrededor del fuego.
La comida servida en los platos de plástico es un líquido
con unos cuantos frijoles blancos –el típico de esta región de la montaña de
Guerrero– que comen con las manos. Los trozos de pollo son muy pequeños porque
para que todos alcanzaran al menos uno Ángela, la madre de las niñas, desmenuzó
las cinco piezas de retazo que compró en el mercado.
El agua es servida en una pequeña cubeta de la cual beben
todos con la misma taza de plástico amarilla.
Las menores saben que no podrán pedir una ración adicional
a la que ya se les sirvió y por ello no se esfuerzan en pedirla. Para llenar el
estómago, recurren a una práctica que la mayoría de los habitantes de esta
localidad utilizan: consumir la mayor cantidad de tortillas posible.
Cuando terminan de comer, los platos quedan prácticamente
limpios, listos para la próxima comida que realizarán al día siguiente,
alrededor de las 19 horas.
El de Fabiola es un ejemplo de lo que viven todos los días
más de 66 mil menores de cinco años de edad que padecen desnutrición en el
estado de Guerrero. Un caso paradigmático del drama que se extiende a todo el
territorio nacional, en donde más de 656 mil 500 niños de esa edad no tienen
acceso a la cantidad mínima de alimentos que requieren para realizar sus
actividades diarias.
Se
acabaron los desayunos escolares
Héctor cursa el primer año de primaria, pero no es un
estudiante sobresaliente porque la taza de café y la tortilla que todos los
días desayuna no le ayudan a que “las letras le entren en la cabeza”.
Habitante de la comunidad de Guadalupe Victoria, en el
municipio de Xochistlahuaca, Guerrero, Héctor dejó de tomar leche y comer las
manzanas que le daban en el comedor comunitario porque a pesar de que en esta
localidad de indígenas amuzgos más del 60 por ciento de la población vive en
condiciones de pobreza extrema, los programas de apoyo alimentario se
suspendieron.
Hace un año dejó de recibir los desayunos escolares que de
lunes a viernes le entregaban en la escuela y que representaban la única manera
de consumir una ración de leche al día, alimento que en su casa no es posible comprar
porque el precio de un litro es superior a los ingresos diarios de su hogar.
Con la apariencia de un niño de cinco años a pesar de que
tiene siete, Héctor tampoco acude al comedor comunitario, porque al igual que
los desayunos escolares, los insumos que enviaba el DIF estatal para la
preparación de los alimentos dejaron de llegar.
Sin desayunos escolares y sin comedor comunitario, desde
hace más de un año la dieta del menor se redujo a los alimentos que se pueden
comprar con los 20 pesos que cada semana ingresan a su hogar: tortilla, frijol,
arroz y, de vez en cuando sopa.
Hace un par de años murió su abuelo y sin el ingreso por
su trabajo como peón en el campo, su abuela, María Teresa, comenzó a vender
pollo casa por casa, actividad por la que obtenía una ganancia diaria de 10
pesos, pero que abandonó porque desde hace unos meses sus dolores de espalda y
de rodilla le impiden caminar.
Actualmente el único sustento es Maribel, su madre. En
esta comunidad en la que la actividad económica principal es el campo, la única
fuente de empleo posible para las mujeres es la confección de telares.
No obstante, debido a que la mayoría de la población
femenina se dedica a esta actividad, el precio de los mismos es bajo, al igual
que la ganancia que cada uno deja para las familias.
Cada telar que Maribel confecciona a lo largo de la semana
y vende en el tianguis del pueblo los domingos, tiene un precio de alrededor de
150 pesos de los cuales 130 los vuelve a invertir en la pieza que venderá la
semana siguiente.
Maribel reconoce que el problema de esta comunidad no es
la disponibilidad de alimentos, pues en el pueblo existen tiendas en donde se
venden productos básicos. Incluso, dice, hay una tienda comunitaria en donde
los productos son más económicos.
El problema, asegura, es que no hay fuentes de trabajo que
les permitan a las familias contar con recursos para comprar los productos que
ahí se ofertan; mientras que por los empleos que existen pagan salarios tan
bajos que aún con ese ingreso, la capacidad de las familias para comprar
alimentos es mínima.
Maribel señala que mientras no regresen los programas
alimentarios del gobierno, su hijo no podrá consumir alimentos diferentes a los
que ella puede proporcionarles, mismos que hasta ahora no han logrado evitar
que la piel de su abdomen se le pegue a los huesos.
La
despensa de Rufina
En la despensa de Rufina hay sólo un puño de azúcar, medio
kilo de arroz, una tortilla dura, un limón seco y una botella con unas cuantas
gotas de aceite, recuerdo de lo que queda del apoyo que cada dos meses recibe
del programa Oportunidades.
Tiene cuatro hijas y en lo que va de la semana su esposo,
un trabajador del campo, no ha conseguido trabajo un solo día de la semana.
Los 15 pesos diarios que una mujer del centro de
Xochistlahuaca le paga por tejer un telar es el único ingreso que esta semana
ha entrado a su casa, por lo que media olla de nixtamal y un poco de arroz es
lo único que hay para comer hoy. Rufina y su familia forman parte de los más de
21 millones de personas que, de acuerdo con el Coneval, viven en pobreza
alimentaria, pues la incertidumbre de no saber si habrá para comer al día
siguiente ha estado presente en su vida desde hace más de dos décadas.
Con 40 años de edad, esta mujer indígena amuzga explica
que el único ingreso fijo que recibe es el apoyo del programa Oportunidades; no
obstante, ante la falta de trabajo para ella y su esposo, éste es insuficiente.
Cada dos meses recibe alrededor de mil 500 pesos que se
acaban mucho antes de que reciba el siguiente apoyo, lo que deja en la
incertidumbre a su familia.
Dice que alrededor de 900 pesos lo destina a la compra de
frijol, arroz, maíz, jabón, café y azúcar; no obstante, las reservas que puede
comprar con ese dinero se le agotan poco después de que concluye el primer mes
porque son siete los que se alimentan con los apoyos que entregan para dos
personas. El resto de los recursos lo destina a la compra de útiles escolares.
Habitante de una choza de adobe y con hijas que se
encuentran por debajo de la talla y el peso indicado para sus edades, Rufina
debería recibir apoyos económicos por sus cinco hijas; no obstante, ella se
enfrenta al obstáculo que la mayoría de los programas sociales registran: sólo
puede afiliar a los hijos que cuenta con acta de nacimiento, el resto de los
niños se quedan fuera de éstos aún cuando lo necesiten.
Su esposo y ella tratan de completar el gasto, pero al
igual que en las grandes ciudades, sus edades son un obstáculo para conseguir
algún empleo.
Los empleadores del municipio de Xochistlahuaca prefieren
contratar a los jóvenes que desertan de las escuelas para contribuir al ingreso
familiar porque son considerados más productivos que los hombres que, como el
esposo de Rufina, ya superan los 40 años de edad.
Las mujeres, por su parte, se decidan al tejido de
bordados, actividad que aunque para muchas familias representa el único ingreso
posible, no representa una posibilidad para mejorar la calidad de vida de las
personas.
La mayoría de las mujeres tejen telares y, ante la
sobreoferta de éstos, los precios a los que los pueden vender no supera los 150
pesos, de los cuales una cantidad importante se vuelve a invertir en la
compra de los hilos que se requieren para seguir produciéndolos.
Rufina dice que siente coraje, porque ella y su esposo son
personas con ganas de trabajar; no obstante, nadie los voltea a ver porque hay
personas más jóvenes dispuestas a hacer el mismo trabajo que ellos por la misma
paga que, en el municipio de Xochistlahuaca, no sobrepasa los 200 pesos
semanales.
Prepararse
para ser madre
Mauricia tiene 12 años de edad pero se conduce como toda
una ama de casa. Cursa el quinto año de primaria y ya sabe encender el fogón,
hacer tortillas, preparar la comida, lavar la ropa y, cuando su madre no está
en casa, es la responsable de cuidar a Fidelio, su hermano de poco más de un
año.
A los ocho años su madre le enseñó a cocinar y, desde
entonces, todos los días después de llegar de la escuela, prepara los alimentos
que su familia consume a la hora de la comida.
Vive con sus padres y sus tres hermanos en un pequeño
cuarto de paredes de adobe y techo de lámina de cartón en el que se amontonan
dos catres: uno para ella y sus hermanas Lucía de 10 años, y Valeria de 8, y
otro para sus padres y su hermano Fidelio, el menor.
Apenas está entrando a la pubertad y ya conoce los trucos
que las mujeres de esta comunidad enclavada en la Costa Chica de Guerrero han
utilizado por décadas para hacer que la comida alcance para toda la familia, pues
de acuerdo con el INEGI, en las zonas rurales éstas se encuentran conformadas
por cinco integrantes, en promedio.
Por ello coloca hojas de hierbasanta -una hierba que crece
por montones en este lugar- a los frijoles, para hacer que el caldo de éstos
espese y adquiera un sabor menos insípido.
También hace a mano tortillas gruesas y grandes, pues al
igual que la mayoría de los más de 31 mil habitantes de Xochistlahuaca, su
familia consume una gran cantidad de tortilla para llenar el estómago.
El que a sus 12 años Mauricia ya realice las actividades
de una ama de casa es parte de una tradición que reproduce el círculo de la
pobreza, pero que está muy arraigada en esta comunidad: a las mujeres se les
enseña a realizar los quehaceres del hogar desde niñas, porque ante la falta de
oportunidades de educación y trabajo, la edad promedio para contraer matrimonio
y comenzar a tener hijos son los 16 años.
Actualmente el promedio de escolaridad en mujeres de
localidades indígenas es de 4.5 años, según cifras oficiales; mientras que el
promedio de hijos nacidos vivos para este sector es de 2.5, superior al
promedio nacional que, de acuerdo con el INEGI, es de 1.7.
El caso de su madre, Isaura, es un ejemplo de ello: cuando
tenía 10 años de edad, su padre la sacó de la escuela para que su madre, otra
indígena que tampoco concluyó la primaria y se casó siendo apenas una
adolescente, le enseñara a hacer la comida y cuidar a sus hermanos.
Seis años después su padre, un campesino que nunca acudió
a la escuela, la casó con un joven de la localidad, también menor de edad, lo
que redujo el número de bocas que alimentar en su casa paterna
A sus 28 años edad, Isaura ya tiene cuatro hijos que ha
dado a luz en intervalos de dos años, en promedio: Mauricia de 12, Lucía de 10,
Valeria de 8, y Fidelio de poco más de uno.
Isaura dice que le gustaría que Mauricia y sus hermanas
concluyeran al menos la primaria, pues resultaron ser muy buenas estudiantes.
No obstante, reconoce que lo más seguro es que en unos
cuantos años, su esposo la case con algún habitante de la localidad. Entonces,
indica, su lugar será ocupado por Lucía, quien ya sabe lavar la ropa, ayuda a
hacer las tortillas y comienza a ser entrenada en el cuidado de su hermano
Fidelio, para cuando dé a luz a sus propios hijos.
Niños
de 2 kilos
Son las nueve de la mañana y Tranquilina, una de las
parteras más socorridas de la comunidad de Guadalupe Victoria, pesa a un bebé
que nació hace escasas 12 horas. 2.5 kilos indica la báscula que aún tiene
pegado el logo de la fundación Vamos México, la organización civil fundada por
Marta Sahagún, la ex primera dama.
Con 46 años de experiencia, la partera declara que este
niño está sano, pues se encuentra por encima del peso promedio que registran
los niños que nacen en esta comunidad en donde de acuerdo a cifras oficiales,
cerca del 64 por ciento de su población ha padecido hambre o tiene un limitado
acceso a los alimentos.
Para Tranquilina, un niño con dos kilos de peso es un niño
sano, porque los bebés que ha ayudado a nacer registran ese peso en promedio.
El que lleguen al mundo delgados y pequeños no es raro para ella, tampoco lo es
que sus madres acudan a consultarla más de una vez durante el embarazo por
malestares relacionados con una deficiente alimentación.
Tranquilina no sabe que el peso promedio de los recién
nacidos de esta localidad guerrerense es, al menos, 500 gramos menor al
promedio mínimo recomendado por el Fondo de las Naciones Unidas para la
Infancia, que es de 2.5 kilos.
Tampoco sabe los males por los que la mayoría de las
mujeres y habitantes presentan síntomas relacionados con la desnutrición.
Dice que al igual que la mayoría de sus consultas por
dolores de cabeza, el cansancio y la debilidad son padecimientos que ella
cataloga como “antojo” y que cura recomendándole al enfermo que consuma la
comida que le apetece o que ella determina después de examinarlo, la cual
generalmente es carne de res, de cerdo o de chivo.
La desnutrición en esta comunidad de indígenas amuzgos ha
generado problemas de salud que cada vez son más comunes.
Algunos niños no pueden hablar, otros presentan
protuberancias en los huesos y otros más tienen problemas de la vista.
Un ejemplo es Isaías Gómez. Tiene tres años pero parece un
bebé de menos de dos, sus padres no saben si puede hablar, porque a pesar de
sus intentos por enseñarle a pronunciar algunas palabras básicas en amuzgo,
nunca ha emitido alguna de ellas.
Desde hace más de dos años, cuando comenzó a caminar, se
hace entender a través de señas que su madre y su abuela tratan de interpretar.
Su madre, Micaela, tiene 23 años y es madre de Albina y
María de Carmen, de 10 y 6 años de edad, respectivamente.
A pesar de la mudez del menor, no ha sido revisado por un
médico, pues a decir de su madre, llevarlo con uno implicaría gastar alrededor
de 300 pesos, cantidad superior a los ingresos que su familia recibe en una
semana.
Micaela indica que llevar al menor a un médico significaría
gastar en el pasaje, pero también en un traductor, pues los médicos de la
región solamente hablan español.
Ante la imposibilidad de llevar a Isaías a un médico,
Micaela indica que esperará hasta que el menor ingrese a la escuela a fin de
que ahí le enseñen a hablar.
Fuente:http://gruporeforma.reforma.com/imd/aplicacioneslibre/grafico/default.aspx?id=2687&md5=c365cd7f199bbf5486d06909b8093064&ta=0dfdbac11765226904c16cb9ad1b2efe
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